Odio
De Sillabari [Abecedarios], de
Goffredo Parise
Trad. Andrés Catalán
Un día un
estudiante pasó frente a la puerta de un lujoso hotel de montaña y vio salir a
una mujer un tanto anciana, o más bien la oyó, porque lo que captó su atención
fue un sonido animal, un croar de rana. Miró hacia allí y efectivamente vio a
una mujer menuda, regordeta, envuelta en un abrigo de visón blanco con un forro
de visón negro. En la cabeza llevaba un puntiagudo sombrero de piel, también de
visón blanco y negro. También las botas que calzaba estaban decoradas con visón
blanco y negro en espiga.
Observó su rostro: un rostro tostado
por el sol, marrón, grasiento y reluciente, con forma de excremento de vaca,
como con círculos concéntricos; al mismo tiempo recordaba al hocico aplastado
de un sapo, con dos globos oscuros y saltones a los lados, coronados por una
especie de reborde de cejas trazadas con un lápiz negro, y una boca muy ancha
que le colgaba en las comisuras, desprovista de labios pero llena de carmín.
Abrió la boca que parecía no tener dientes y emitió aquel sonido de sapo cantarín,
hinchando la garganta y las venas del cuello exactamente igual que un sapo.
El
estudiante, que estaba muy cerca, no entendió el significado de aquel sonido,
pero debía de tratarse de una orden, puesto que un camarero de inmediato se
dirigió hacia una tumbona, la abrió y le hizo un gesto servicial a la mujer: esta
se sentó con las piernas abiertas, extrajo diez mil liras a estrenar de un blancuzco
bolso de cocodrilo y con una mano oscura toda membranas y uñas pintadas se las ofreció
al camarero.
Aquella imagen y el sonido que con
felicidad y satisfacción brotaba de la hendidura húmeda y roja de la boca impactaron
violentamente al joven, que se sintió palidecer y después ruborizarse abrumado
por un fuerte sentimiento de odio. Había sentido odio muchas veces, aunque tal
vez no fuera odio si se lo comparaba con lo que sentía en aquel momento: en
aquel momento habría querido agarrar a la mujer de la tumbona, arrastrarla por
la calle, golpearla, pisotearla y matarla con las botas de esquí.
Esperaba a unos amigos que ya lo
llamaban desde un largo automóvil, con enorme esfuerzo apartó la vista y el oído
de la mujer y se encaminó hacia ellos. De carácter alegre, hizo el viaje con los
amigos hacia las pistas de esquí sin pronunciar ni una sola palabra, hasta el
punto que una chica de nombre Marina, la Marilyn de la facultad de física, le
preguntó:
—¿Qué pasa, Pino? —(el estudiante tenía
el extraño nombre de Fiordispino)— ¿te has levantado con el pie izquierdo?
—No me siento bien —respondió el
estudiante con voz débil, como si estuviera a punto de desmayarse.
Estaba pálido, abrumado aún por aquel
sentimiento que no lograba explicarse de lo intenso que era. La carretera subía
hacia las pistas de esquí por unas curvas estrechas y tras dos o tres de estas curvas
el estudiante, que jamás se había mareado en el coche, pidió al conductor que
parara, se bajó y vomitó en la nieve.
Se avergonzó, sobre todo por estar delante
de las chicas, Marina en cambio se acercó de inmediato a él, que estaba boca
abajo sobre la nieve de la cuneta y que con una mano recogía para frotarse la
cara. Les dijo a los chicos en el coche:
—Seguid vosotros, si hace falta haré
autostop, no me siento bien esta mañana, perdonadme.
Hubo protestas de solidaridad, sobre
todo por parte de Marina que con su mono rojo se negaba a moverse. El conductor,
que ese invierno debía graduarse en medicina, aparcó el coche en la cuneta y,
cumpliendo su deber de doctor en ciernes, bajó a echarle un vistazo a su amigo,
blanco como la nieve.
—Te haría falta un coñac o algo así
—dijo el doctor en ciernes.
En seguida otro muchacho, gordo y de
pelo rojizo y rizado, sacó del bolsillo de la gabardina una diminuta botella de
whisky que le ofreció al amigo. El estudiante echó un trago largo y enseguida
se sintió mejor, recuperó incluso el color y tras dar algunos pasos y hacer algunos
ejercicios de gimnasia (era un excelente atleta del equipo universitario), echó
una carrerita y volvió a subirse al coche.
Llegaron a los telesillas, desde allí
subieron a la cima y esquiaron hasta las dos de la tarde.
Hablaron
muchísimo mientras esquiaban, se daban consejos y recomendaciones, los menos
hábiles a los más expertos: «¡Cuidado con la avalancha!», le dijeron al
estudiante que se había salido de la pista hacia la nieve virgen para hacer una
de sus habituales exhibiciones «de cabra montesa». Pero el estudiante no se
sentía bien y cayó provocando una pequeña avalancha de la que, sin embargo,
logró levantarse y retomar el descenso, sosteniéndose a duras penas sobre la
nieve «rota». Pero no se sentía bien, en el refugio apenas comió, regresaron
a las cuatro, poco antes de que el aire helado del crepúsculo descendiera sobre
las montañas desde las cimas teñidas de rosa.
Ya a solas en su habitación, Pino debía
estudiar, pero no fue capaz porque, delante de las fórmulas, mejor dicho, pensó
él, «delante de la cultura de las fórmulas», se le apareció de inmediato la
ancha cara con forma de excremento de vaca de la mujer y su voz de sapo. De
nuevo lo invadió aquel sentimiento que a punto estaba de hincharle los músculos,
listos para tomar la decisión, sin necesidad de pasar por la mente, de abalanzarse
contra la mujer para golpearla, pisotearla y matarla.
El estudiante se desahogó contra la
almohada de la cama y después de una buena tanda de puñetazos se sintió más
tranquilo y se puso a pensar: ¿quién podía ser aquella mujer? Una ricachona,
sin duda, por cómo iba vestida con aquel visón doble, triple, y aquel bolso, y
las diez mil liras que le había dado al camarero solo por abrirle la tumbona.
Tal vez una frutera mayorista, una de los mercados centrales, pero no, algo
más: tal vez una comerciante de ganado, quizá incluso tuviera un banco, pero su
origen era sin duda popular, una self-made woman, si no una fulana que
se había casado con un ricachón.
Pero no debía de ser el caso:
claramente el dinero lo había ganado personalmente, con sus negocios, o mejor
dicho, con alguna fábrica semiclandestina, claramente no tenía marido o si lo
tenía el marido no pintaba nada, era un pobrecillo, flaco, pequeño y servicial.
¿Pero
por qué aquel sentimiento, aquel odio? Ahora el estudiante entendía que aquel
sentimiento era solamente odio, y como era culto lo analizó y descartó
enseguida que se tratara de odio de clase, que siempre es indirecto: aquí se
trataba de un odio directo, inmediato, en ciertos aspectos animal, en definitiva
lo definió para sí como odio de raza, de especie.
Su
personal interés por la biología, por el comportamiento animal, no le sirvió de
nada. Persistió en la definición de odio de raza, de especie, concluyendo para
sí, y sintiéndose cada vez más tranquilo, que los hombres pertenecían a la
misma raza, a la misma especie, solo por convención, por mucho que fuera científica,
y que en realidad eran de razas distintas, de una multitud de especies
distintas que multiplicaban hasta llegar al individuo.
El
estudiante durmió mal, se despertaba sobresaltado continuamente pero no
recordaba si eran sueños o pesadillas lo que lo despertaba, ni cuáles. Por la
mañana se levantó temprano, fue a comprar los periódicos, se sentó en el café,
leyó pero siempre con desgana y olvidando, de lo que leía, una palabra tras
otra. Deambuló por el pueblo (durante la noche había caído mucha nieve) en un
estado de gran inquietud. Casi no quería confesárselo ni a sí mismo, pero temía
volver a ver a aquella mujer, encontrársela en algún sitio, y al mismo tiempo
lo deseaba.
Era
casi la hora en que habían quedado, el estudiante había apoyado los bastones y
los esquís contra un surtidor de gasolina cerrado, y fue en ese momento cuando
oyó la llamada, el croar de rana de la mujer. Había salido, esta vez con otro
abrigo de piel, de lobo o de lince, muy abultado y largo hasta los pies. Llevaba,
sin embargo, el mismo gorro de piel y un bolso de cocodrilo oscuro. Hablaba y
reía mostrando el hueco vacío y negro de su ancha boca, dentro del cual se
alcanzaba a ver la lengua roja y brillante. «Quizá tenga un defecto en la
boca», pensó el estudiante con calma, pero inmediatamente el odio lo hizo ruborizarse
y le hinchó los músculos, justo en el momento en que la mujer pasaba a su lado.
El estudiante vio cómo los párpados verdes de maquillaje de la mujer descendían
un instante sobre los globos oculares, exactamente como las membranas de los
sapos, y sin embargo queriendo expresar algo: un momento de concentración, una
cuenta, unas cuentas, como si se tratara de una enorme ganancia por obtener o
no obtenida.
El
estudiante le asestó un puntapié con una risa extraña, una patadita con la
punta de las botas. Los párpados verdes de la mujer se abrieron de golpe, sus
ojos saltones lo miraron asustados, las manitas aferraron con fuerza el bolso
apretándolo contra sí. El estudiante propinó otra patada mucho más fuerte, en
ese momento la mujer emitió aquel croar de rana que sin embargo era lento,
entrecortado, casi como si quisiera llamar a la gente, pero la gente no podía
entender aquel sonido y el estudiante le asestó un puñetazo muy fuerte, primero
en el gorro, que se le caló hasta los ojos, y luego en plena cara, de la que
brotó enseguida la sangre. La mujer forcejeó, ejecutó como un pequeño baile a
ciegas en torno a sí misma, resbaló sobre el hielo y cayó.
Desde
la terraza la gente miraba, más curiosa que asustada, también había un guardia
y un camarero con chaqueta blanca, pero quién sabe por qué nadie intervino.
Todos miraban pero nadie se movía. Los golpes del estudiante eran tremendos, la
sangre goteaba sobre la nieve y a ellos respondía aquel croar lento de rana,
algún que otro pataleo y nada más.
En
cierto momento el estudiante intentó levantarla del suelo por la solapa del
abrigo, que enseguida se descosió, y acercó el rostro grasiento y oscuro al
suyo, dispuesto a asestar el golpe más fuerte, aquel con el que habría querido
matarla, en toda la cara: llegó incluso a percibir el olor de la crema solar pero
en ese instante la mujer pareció casi sonreír, ensanchando la ya ancha boca
vacía con su roja lengua en una sonrisa de entendimiento, de acuerdo, en suma,
de negocios.
Fue
un instante, el instante en el que el estudiante, con el puño levantado sobre
su propia cabeza, estaba a punto de descargarlo sobre el rostro de ella con
todas sus fuerzas. Pero aquella sonrisa, aquella propuesta de negocios, le arrebató
toda la fuerza al puño y venció. El estudiante soltó a la mujer, que resbaló y
cayó al suelo repitiendo su sonido y siempre mirándolo con aquella sonrisa: se
dio la vuelta de golpe y se dirigió hacia el coche de los amigos, que ya estaban
allí esperándolo. Cargó los esquís y partieron. Nadie del hotel ni de las
tumbonas se movió, ni siquiera el agente, y la mujer, primero a cuatro patas,
luego tambaleándose, volvió a ponerse en pie, se recompuso y lentamente, con un
pañuelo en la nariz, reanudó su paseo.